Por Sara Isabel Ramos Bono, historiadora del Arte
Desde los impulsos más antiguos de la humanidad, el hombre siempre quiso contemplarse mediante una interpretación artística, por lo que retratar siempre fue una actividad muy presente en todos los tiempos. En el Arte Antiguo, el retrato era muy especial.
Una de las civilizaciones más antiguas donde se realizaban retratos fue en Egipto, en el Nuevo Imperio. El faraón era considerado hijo de Amón y la reina era una esencia terrestre y debían alcanzar prestigio en su sociedad y ser recordados en las generaciones venideras; en otras palabras se requería una imagen que expresase la grandeza del faraón. Siendo así debían tener una lujosa morada póstuma digna a su poder.
En dichas tumbas se representaba a la reina jugando (a un juego parecido al ajedrez) o llevando ofrendas; mientras que los difuntos de bajo nivel social se representaban en actividades agrícolas, pesca o caza. Se trata de subrayar que a pesar de que el cuerpo está muerto, el alma vive y merece ser representada para desearle que siga participando en sus actividades en su nueva vida. Siendo así, viene a fundamentarse en la idea de la superación de la muerte y la del ejercicio eficaz de la función imperial. ¡No hay arte funerario más alegre que el Egipcio!
Y no era la única civilización antigua que creía en el gran poder de la imagen, también del arte etrusco nos ha dejado escenas de banquetes con danzas y música dando a los difuntos la posibilidad de disponer alimentos y disfrutar las fiestas en la otra vida.
En contraste, tiempo después, con la adopción del Cristianismo en la Edad Media, reivindicó la separación del alma y el cuerpo, y por supuesto, rechazó la transición de la vida por medio de la imagen. Aunque por otro lado, se calló en la idolatría (proviene de los vocablos griegos eidolon, que significa imagen, y ltreia, adoración).
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